Lapislazuli

 

Llegó a valer más que el oro.

Los comerciantes lo transportaban como si de una joya se tratase, protegido en su largo viaje desde Afganistán hasta los talleres europeos. Los pintores lo atesoraban, usando cada gramo molido de esta piedra con extrema prudencia. Cada pincelada se convertía en una pequeña fortuna. Era el lapislázuli.

Lo fascinante no era su precio, sino lo que esta escasez provocaba. Los gremios artísticos en Italia tenían que restringir su uso, reservándolo solo para las obras más importantes. El manto de la Virgen María se convirtió en azul no por casualidad, sino porque era una declaración de devoción que literalmente valía su peso en oro. Vermeer vivía en la pobreza pero lo usaba obsesivamente, arriesgando su situación financiera. Incluso si miramos más en la actualidad, como las obras de Yves Klein, vemos como la obsesión por un azul puro le hizo crear su propio International Klein Blue, porque el mejor azul le parecía contaminado.

Los colores nunca han sido sólo lo que vemos. Son química, comercio, cultura y luz transformada en materia. Desde las minas de lapislázuli hasta los lienzos que hoy admiramos en los museos, cada pincelada azul nos cuenta una historia de búsqueda de la belleza en un contexto. De una decisión tras otra. De sacrificios.

 

Es curioso como en los tiempos de hoy, donde parece que existe una abundancia ilimitada, hemos perdido esta brújula. Como si todo fuese gratis en lo digital. Doug Bowman, en su carta de despedida como jefe de diseño de Google, contaba cómo un equipo probó 41 tonos de azul porque no se decidían por uno. ¿Qué hubiesen hecho si cada tono les hubiese costado una fortuna? ¿Qué les puede hacer creer que no les ha costado una fortuna?

Del arte no sólo podemos aprender sensibilidad. Acercar la conciencia de la escasez desde el arte, como lo vivieron estos artistas, quizá nos puede ayudar también a tomar mejores decisiones en lo digital.

Y tú, ¿qué crees que podemos aprender del arte?

 
Instituto Tramontana