Todo en la figura de Agnès Varda es excepcional y tremendamente carismático. Apodada la abuela de la Nouvelle vague, la cineasta de origen belga fue documentalista, directora de cine y video artista, pero nunca una “abuela”, al menos no en su connotación de obsoleta. Puso los cimientos de la nueva ola del cine francés, junto a Godard, Jacques Demy -su marido- o Truffaut entre otros, pero sesenta años después de aquel movimiento que cambió el orden narrativo clásico, ella se mantuvo en la vanguardia, y basta con entrar en su perfil de Instagram (@agnes.varda, en activo hasta su fallecimiento en 2019) para darse cuenta de que su mirada siempre fue la de una niña que va descubriendo el mundo como por casualidad.
Siempre confió en el azar para contar sus historias y en su infinita empatía para comprender al otro. Hacía películas para compartir, por pura generosidad. Compartía su búsqueda de la singularidad -a veces llamada belleza- en las cosas más corrientes: una patata, las arrugas de una mano, un jardín maltrecho, el hueco por el que se cuelan los gatos, unos pies inquietos o el miedo en los ojos de una mujer… Y lo contaba con una mirada fresca y al dente. Ni demasiado cocinada ni por cocinar, dando cancha a la imaginación pero poniendo el foco en lo que su corazón quería contar.
Toda su estructura visual ha sido siempre innovadora, pero sus inicios como fotógrafa dejaron en ella una impronta que se manifestó en forma de planos detalle y primerísimos primeros planos, que fueron sin duda su sello de identidad. De toda la escena, Varda elegía un ojo, una verja, una porción del abrigo, y se acercaba con su zoom a los sentimientos de cada pieza, mostrando sus formas y sus aberraciones y extrayendo del cine sus texturas. El uso del zoom fue siempre un canal directo con su audiencia, que hoy sigue recibiendo sus imágenes con una intimidad y una complicidad total, como si uno estuviera allí mismo pero sin tocar nada.
Sus películas, documentales y vídeo-instalaciones parten siempre de una visión realista y social del mundo, y narran relatos sencillos sobre gente corriente. “No me atrae filmar a las personas poderosas. Me interesan mucho más los rebeldes, la gente que lucha por su propia vida. Hay algo muy emocionante en la gente normal. Tienen verdadera belleza y siento que necesitan luz. Necesitan ser vistos. Necesitan ser escuchados”, decía en una entrevista.
No fue la primera mujer detrás de una cámara (la primera fue Alice Guy Blaché, que además fue la primera persona en dotar de narrativa al cine), pero sí una de las mayores abanderadas del colectivo, por eso su legado es fundamental para entender la obra de muchas otras cineastas, que mirándose en su reflejo, encontraron un mundo propio y un propio lenguaje con el que contar historias. Isabel Coixet, Icíar bollaín, Miranda July o Sofía Coppola por nombrar algunas, han alabado su obra reconociendo que, sin Agnes Vardá, ni la historia del cine ni sus propias carreras hubieran sido lo que son.
Ya en vida era un referente del cine experimental, pero nunca quiso dar lecciones a nadie. Siempre humilde, independiente y fuera del sistema, cosechó una larga filmografía, tan larga como dispar, en la que se engloban películas con una fotografía, un arte y un vestuario exquisitos, como Cleo de 5 a 7, y documentales sencillisimos en su apariencia -grabados con una cámara amateur- pero tremendamente profundos en su mensaje, como Los Espigadores y yo, quizás su obra más afamada. Pero a pesar de esa versatilidad, lo que sí tiene en común toda su obra es que es libre, íntima y honesta. Nunca quiso engañar a nadie con florituras y grandes efectos hollywoodienses, y sin embargo su cine fue reconocido más allá de Hollywood, porque lo corriente nos es cercano a todos, y Agnès Varda lo supo retratar como nadie antes.
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